Tras dos días en Almadén de la Plata, pueblo de la Sierra Norte de Sevilla, podría contar la fantástica comida del sábado con nuestros amigos o las gracias de nuestro sobrino postizo que casi con seis años tiene esas ocurrencias de infancia y esa ilusión por descubrir, que encandila a todos los que están cerca. Pero si algo me ha vuelto a impactar es el silencio.
Oigo ahora mismo desde mi ventana el murmullo incesante del tráfico de la ciudad, el rugir de la motocicleta de un muchacho con complejo de inferioridad y una gran necesidad de figurar y de que hablen de él, aunque sea para cagarse en su madre por el escándalo que va montando... Y añoro el silencio de ayer por la noche. Me fumaba un cigarrillo en la puerta de la casa, en plena calle y me pitaban los oidos, como reclamando su ración de ruido ante el vacío. ¡Qué añoranza! ¡Qué bueno el silencio que nos permite oirnos a nosotros mismos!