lunes, 15 de marzo de 2010

En el recuerdo...

No quería retrasarse y seguía a aquel hombre, no muy alto pero de anchos hombros, a corta distancia. A pesar de la mediana estatura, el hombre avanzaba a grandes trancos y él tenía que echar cortas carreritas para no perder su estela. No en vano sólo tenía catorce años y su cuerpo delgado no era más que el augurio del que, como hombre hecho y derecho, habría de tener.

Conocía a aquel hombre de su pueblo adoptivo, Sopuerta. Era el capataz de algunas cuadrillas y conocido maestro de obras. De hecho, Sopuerta era el pueblo adoptivo de ambos. Él había nacido en Villalengua, provincia de Zaragoza, y sabía que aquel hombre era Gallego, aunque no recordaba de qué localidad. Él había llegado a esa comarca minera de Vizcaya con su familia siendo un bebé de pocos meses. Aquel hombre había dejado Galicia en busca de un trabajo mejor y había encontrado no solamente trabajo, sino una mujer con la que había formado una familia que ya contaba con cinco vástagos.

Mientras le seguía se preguntaba qué habría visto ese hombre en él para prestarle tanta atención...

- Hijo, yo mismo te voy a enseñar a trabajar y ahora mismo vas a recibir tu primera lección.

La frase había quedado en el aire y sin cruzar una palabra más, aquel hombre había arrancado a caminar indicándole con un leve gesto de la mano que fuera tras él.

El hombre, abriendo el paso, también iba sumido en sus propios pensamientos. Aquel muchacho le gustaba. Serio y educado, veía en él la promesa de un hombre sencillo, bueno hasta decir basta, y gran trabajador. Se había propuesto no quitarle la vista de encima en adelante y tenerlo bajo su protección.

Llegaban a la bocamina. El hombre se colocó un casco con la lámpara de carburo y le plantó otro a él, ajustándolo hasta que dejó de bailar en su cabeza. El mundo subterráneo de la oscuridad se los tragó como un gran monstruo que rugía con el violento chirriar del cable al pasar por el cuello de la polea de la cabria que sostenía la jaula del elevador.

Llegados al fondo, las galerías se iluminaban de una forma tenue y difusa por luces que iban y venían sujetas a los cascos de un ejército de trabajadores que parecían hormigas horadando la tierra. La humedad se notaba en el ambiente, pero no hacía frío. Llamaban la atención, entre los ruidos metálicos, los trinos de los pajarillos que colgaban en algunas jaulas dispersas... Ya sabía, porque en un pueblo minero todo el mundo lo sabía, que los pajarillos indicaban, si morían, que el aire estaba viciado y que todos los hombres debían salir rápidamente al exterior.

Ahora jadeaba mientras le seguía... No por miedo ni aprensión, sino por el peso del pico que aquel hombre le había puesto al hombro en la entrada... Y de repente se paró.

- Pica aquí.

Él iluminó el lugar con la lámpara de su casco y, como viese que el hombre no retiraba el dedo índice con el que señalaba el punto exacto de la pared en el que le había ordenado picar, no hizo nada.

- ¡Que piques aquí!

El hombre elevaba el tono esperando, pero no retiraba el dedo... Él descargó el golpe a más de un palmo de distancia del punto indicado.

- ¡Te he dicho que piques aquí! ¿A qué esperas?

La voz de ese hombre tronaba ahora en la galería y, por mucho que él esperaba, se empeñaba en no quitar el dedo... Así que descargó un nuevo golpe de pico, esta vez donde le indicaba.

La punta roma del pico atrapó el dedo en su impacto y retrocedió manchada de la sangre que manaba de la herida que había provocado en la primera falange, ahora prácticamente aplastada. No sabía qué hacer. Huir corriendo era una alternativa, echarse a llorar o a los pies de ese hombre a implorar su perdón era otra. Iba a abrir la boca cuando el hombre, que no había proferido ni un mínimo suspiro tras el golpe, con otro leve gesto le mandó callar y quedarse quieto. Sacó un pañuelo del bolsillo con la mano indemne y lo lió sobre el dedo herido con la maestría de alguien que hubiese realizado esa operación cientos de veces, tanto en sus propios dedos como en dedos ajenos.

Con el pañuelo empapando la sangre, retiró hacia la palma de la mano el dedo índice y sustituyéndolo por el dedo corazón volvió a indicar el punto en la pared...

- ¡Que piques aquí te he dicho!

No lo podía creer. Le había reventado ya un dedo y aquel hombre insistía, en ese momento a gritos, que volviese a golpear con el pico sobre el punto de la pared que ahora señalaba con un nuevo dedo, aún sano. Le temblaban las piernas y percibía en su interior que muy pronto todo él temblaría como una hoja azotada por el viento... Y el dichoso hombre apremiándole... Y sin retirar el dedo.

Se concentró, asiendo firmemente el mango del pico y sudando por cada poro de su piel. Miró el nuevo dedo, ancho y con la uña límpia, y fijando la vista en el punto señalado descerrajó el golpe con el pico con todas sus fuerzas.

Esta vez, al retirar el pico, pudo ver que el dedo seguía ileso en la pared. Había alcanzado, con la precisión de un cirujano, justo el lugar indicado...

El hombre lo miraba con una mezcla de felicidad y orgullo y, tomándolo del hombro, lo conducía hacia el exterior mientras iba repitiendo.

- ¡Ya lo decía yo! ¡Serás un picador de primera!

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Este relato no es ficticio. El hecho sucedió en una mina de Sopuerta allá por 1920. El hombre era mi bisabuelo Francisco, padre de mi abuela Balbina. El muchacho era mi abuelo Raimundo, que recibió su primera lección como minero de quién, de haber vivido más allá de los cuarenta y ocho años, se hubiese convertido en su suegro once años depués. Mi abuelo nació en Villalengua el 15 de marzo de 1906 y hoy hubiese cumplido ciento cuatro años. Vaya mi regalo al cielo, donde un hombre tan sumamente bueno es seguro que está.

¡Te echo mucho de menos, abuelo! ¡Un beso enorme!