Recuerdo, como si fuese hoy, cada detalle del episodio que voy a relatar, absolutamente verídico...
Corría el verano de 1995. Me había casado con la dueña de mi vida hacía unos meses y pasábamos unos días de descanso, junto con mis suegros, en una casita que tienen en la sierra. Una casita de pueblo minero, muy humilde pero muy coqueta que, junto con las que tiene pegadas a derecha e izquierda, forman una hilera que da fachada hacia una hermosa colina cercana.
Los propietarios de las casas colindantes eran todos familia de mi señora y resultaban muy comunes las partidas de cartas en la puerta al atardecer, cuando se levantaba un poco de aire, al ponerse el ardiente sol.
Esa tarde jugaban al chinchón mi suegro, su compadre y sus respectivas señoras. Mi dueña y señora contemplaba el paisaje del ocaso. Yo, ajeno a la partida, leía. No me entusiasman los naipes.
Merece la pena pararse un momento a describir al compadre de mi suegro, desgraciadamente ya fallecido. Grande de complexión, de manos fuertes y generosas, de cara ancha y sonrisa sincera. Buena persona hasta decir basta. Hombre recto de viejas ideas y viejas costumbres que me adjudicó, en cuanto me conoció, una ideología de derechas porque me veía "una persona de orden".
Correteaban sin parar, alrededor de la mesa de juego, dos de los nietos del compadre, hermanos entre sí, que por entonces rondarían los cinco y tres años respectivamente. Su madre trajinaba mientras en el interior de la casa preparando la cena de los chiquillos. El mayor no es que fuese un demonio... ¡Era el demonio!
Parando de repente su carrera, el endemoniado espera a que su hermano pequeño llegue a su altura y le larga un tortazo que, entre la fuerza del mismo y la inercia propia del chiquillo, le hace caer como un fardo, de espaldas al suelo, con un estrépito descomunal.
El compadre alborotado se levanta y grita; "¡Hija, por Dios, este niño!"; mientras intenta consolar a su otro nieto, al que ya se le empieza a hinchar la cara, levantándolo del suelo y tomándolo en sus brazos. La madre sale solícita y dice al endemoniado; "Te he dicho mil veces que no me gusta que pegues a tu hermano". De la misma, retorna al interior de la casa para volver de inmediato con un juego de paños de colores. Mientras el pequeño sigue llorando, la madre muestra al endemoniado el paño de color verde y lo conmina a que se quede sentado un buen rato en un poyete mirando el paño mientras se concentra y piensa en que no debe pegar más a su hermano. Ante mi cara de estupor, la madre se siente obligada a aclarame; "Técnicas de relajación infantil muy efectivas". Y tomando al aún lloroso pequeño vuelve a desaparecer en el interior de la casa.
Dos minutos después, el endemoniado se cansa de mirar el paño verde, se levanta, y al grito de "¡Abuelo cabrón!" le sacude un puntapié al compadre en toda la espinilla que el hombre se dobla de dolor y vuelve a gritar; "¡Hija, por Dios, este niño!"; mientras se contiene para no arrancar la cabeza de un tortazo a su nieto. La madre del endemoniado acude otra vez rauda y, poniéndole el paño verde delante de los ojos a modo de muleta, se lo lleva hacia el interior mientras como un mantra le repite; "Ya te ha dicho mamá mil veces que no le gusta que llames cabrón al abuelo ni que le pegues"; mientras el compadre, con rictus indignado, ojos fuera de las órbitas y rojo de ira, lucha por contenerse para no arrancar la cabeza de un tortazo, en este caso a su hija, psico-pedagoga en ejercicio.
Para mí que de aquellos polvos, y de tantos paños verdes, han venido los lodos de la pésima educación reinante.
P.S. No se ofendan los psico-pedagogos. Me mofo del mal uso de esa disciplina, no de ella en sí.