El pasado domingo contó solo con veintitrés horas porque en nuestra Unión Europea adelantamos una hora los relojes, como venimos haciendo desde mediada la década de los setenta con el, hoy por hoy, peregrino argumento del ahorro energético.
Esa noche tenía lugar el cansino ritual que se repite cada seis meses de cambiar todos los relojes de la casa que, como ya tienen reloj casi todos los aparatos y electrodomésticos, suman no menos de docena y media... Que si el reloj de muñeca, que si el despertador, que si el del vídeo, que si el de la minicadena, que si el del microondas, que si el del mp3, que si el del móvil, que si el del teléfono inalámbrico...
¡Vaya acumulación de relojes para nada, porque dentro de un par de semanas no marcará ninguno de ellos la misma hora que otro!
¡Vaya acumulación de relojes para nada, porque dentro de un par de semanas no marcará ninguno de ellos la misma hora que otro!
Y aburrido del ritual semestral, llegué el lunes a desayunar donde siempre y... ¡Oh, pecado imperdonable! Antonio, el dueño del bar, no había cambiado la hora del reloj que preside el establecimiento.
Uniéndome a la queja general de la clientela congregada, le conminé a ser solidario con los que habíamos cumplido con el ceremonial del cambio de hora y a cejar en su empeño de mantener una actitud tan rebelde.
Ayer miércoles, al llegar a desayunar, no sólo no había depuesto su actitud insolidaria, sino que había optado por mofarse descaradamente de su clientela... No hay más que ver la foto.
Mientras en tono chulesco sentenciaba... "¡Ya os dije que no me daba la gana de cambiar la hora! ¡A ver quién dice ahora que el reloj está mal!"
¡Habrase visto, tamaña desfachatez!