Otra noche miraba al techo mientras la oscuridad lo rodeaba. Recordaba aquel bote de plástico sin feminidad ni curvas con el que se sentía incapaz de copular, y menos con veinte personas tras la puerta que habían sido testigos de su entrada en ese reducto con su amante en la mano. Recordaba a ese médico de blanco inmaculado con su nombre cosido en verde en la solapa. Recordaba la punzada en el corazón y el vacío en la mente cuando le anunció lo que él había temido tantas noches mirando al techo mientras la oscuridad lo rodeaba. De él no podría salir nadie. Con él se acabaría la historia. Recordaba las lágrimas compartidas picando en sus mejillas, el vacío que machacaba su mente con el “contigo se acabará la historia, contigo se acabará la historia…”
Pero esta vez, desgraciadamente, como tantas otras veces desde entonces, no miraba al techo rememorando su dolor que el tiempo ya había curado. Vivía el dolor por otro ser minúsculo al que no había conocido y al ya nunca conocería ni por la fortuna de cruzárselo en la calle. Y pensaba “¡Qué mala suerte tuviste de nacer del seno de tus asesinos!”.