lunes, 17 de mayo de 2010

Los huérfanos...

Mi queridísima abuela tenía esa gran sabiduría que otorga la vida. No había estudiado más allá de las "primeras letras", como decía ella, y aún muy niña tuvo que apechugar como hija mayor para sacar la casa adelante, con su madre y cuatro hermanos, cuando falleció su padre.

Hasta los noventa y tres años con los que dejó el mundo de los vivos fue una mujer muy presumida. Con un cutis privilegiado, no tenía una sola arruga y alardeaba (porque era verdad) de no haber usado una crema en toda su vida. Sin lujo alguno, siempre iba arreglada. Se hacía la mayoría de sus vestidos, blusas y faldas y hasta los últimos días de su vida enhebraba la aguja sin gafas. Esposa de un minero, supo hacer milagros con los ingresos de su casa para que los cuatro (mi abuelo, mi tío, mi madre y ella) fuesen siempre bien vestidos y elegantes. A los nietos nos inculcó desde pequeños la importancia del "saber estar" y del "saber vestirse".

Recuerdo que yendo de paseo con ella, disfrutando de un soleado día primaveral, exclamó de repente...

- ¡Pobre huérfano!

Y sonrió...

Poco después repitió la afirmación, esta vez en femenino, seguida de otra sonrisa sardónica.

En mi infantil inocencia, esa mujer que me cogía con ternura de la mano, al tiempo que se reía de un pobre huérfano y de una pobre huérfana, me producía escalofríos porque en ella no podía reconocer en ese instante a mi amada y venerada abuela. Pensaba que no era posible mayor crueldad y la miraba de reojo con espanto... Dos preguntas martilleaban mi mente. ¿Cómo era posible que mi abuela supiese que eran huérfanos y para colmo se riera de ellos? Ella también había quedado huérfana de padre y hablaba de él con añoranza, dolor y admiración.

Una muchacha se nos cruzó y volvió a exclamar...

- ¡Pobre huérfana!

Y volvió a sonreírse...

Ya no pude más y no sin cierto temor pregunté a esa malvada mujer en que se había transformado mi  abuelita.

- ¿Cómo sabes que son huérfanos?

Ella contestó calmada y con una gran sonrisa...

- Hijo, no sé si son huérfanos, lo que sé es que si tuvieran una madre que los quisiera bien, no los dejaría salir vestidos así, de espantajos, a la calle.

Entendí el chiste y me reí a carcajadas con ella. ¡Ya sabía yo que mi abuela no podía ser tan mala!

Ayer, paseando con la dueña y señora de mi vida por nuestro barrio, disfrutando de una mañana soleada y preciosa en una Sevilla en primavera, no paramos de ver "pobres huérfanos" a lo largo de todo el recorrido...

No soy capaz de entender por qué, en cuanto salen dos rayos de sol, la gente se vuelve hortera y pierde completamente la capacidad para elegir y combinar prendas y colores.

Uno de los huérfanos más huérfanos que vimos ayer iba ataviado con unas deportivas amarillo chillón, un pantalón de chándal (para colmo del equipo de segunda división de la ciudad) y un blusón blanco con chorreras y transparencias que, rememorando las túnicas de Demi Russo, le envolvía la tremenda barriga hasta caer como un faldón a medio muslo... ¡Qué visión!

Mi pobre abuela, si hubiese compartido el paseo con nosotros, hubiese pensado que en Sevilla hubo en tiempos una epidemia catastrófica que acabó con casi todos los padres y madres de la gente.

No soy en absoluto reaccionario ni conservador, pero no puedo soportar que alguien se dé una vuelta por Sevilla en bañador y chanclas (no estamos en la playa). Me revienta que el chándal se haya convertido en "refinado" modelo para un domingo por la mañana. Me horroriza que un señor de ochenta años combine calzonas, calcetines negros y zapatos de vestir...

¡Ay abuelita! ¡Qué cantidad de huérfanos hay hoy en día!