En más de una ocasión me pregunto por qué amo tantísimo la vida... Cualquier vida.
Y me viene a la memoria un episodio de mi infancia que marcó mi vida, que aconteció hace cuarenta y un años, y que deseo compartir con los lectores...
Era 20 de octubre, fecha del cumpleaños de mi queridísima madre, y estábamos en familia en el primer hogar que conocí, un piso coqueto en el barrio bilbaíno de Rekalde. Yo tenía solo cinco años.
La familia que habitaba el piso que quedaba frente al nuestro era casi, casi, parte de nuestra propia familia. Ella era modista, como su hija (bastante mayor que nosotros), y cosía en casa. Él era viajante...
¡Las horas que pude pasar durante mis primeros años bajo la máquina de coser de nuestra vecina! Era mi refugio favorito. Me quedaba allí, cogía una tijera, hilo y aguja y, con los retazos de tela que iban cayendo, me dedicaba a confeccionar trajes para las muñecas de mi hermana... ¡Hubiese sido un buen modisto!
Después de la opípara comida de celebración del cumpleaños, mi madre fue a buscar a nuestros vecinos para que compartiesen nuestra alegría y un buen café.
Se encontró a nuestras vecinas solas y ahogadas en un mar de lágrimas. Les acababan de comunicar que su marido, y padre, acababa de fallecer en un estúpido accidente de tráfico. El dolor y la angustia lo llenaron todo. El silencio sustituyó a la algarabía, la lágrima a la risa... La muerte sustituyó a la vida.
Era la primera vez que la muerte tocaba tan cerca de mi puerta y pasé el resto de la jornada observando en silencio el dolor en todos los que me rodeaban... Y llegó la oscuridad de la noche en mi cama.
Rememorando los acontecimientos del día en mi mente infantil, la ansiedad se apoderó de mi corazón hasta lo más profundo... Una certidumbre empezaba a llenar mi mente y oprimía mis entrañas a medida que se hacía más evidente. Empecé a sollozar calladamente, pero mi amada madre me oyó...
Entró en la habitación y se acercó a mi cama. Se sentó en el borde del colchón y me acarició la cabeza...
- ¿Qué te pasa?
Sin mediar explicación previa, le pregunté a bocajarro...
- Mamá. ¿Yo también me tendré que morir?
Mi madre torció un poco el gesto y después de pensarlo un segundo contestó.
- Sí hijo, todos nos tenemos que morir...
Quizá para mi madre hubiese sido más cómodo contestar a su hijo de cinco años con un circunloquio plagado de incongruencias infantiles o simplemente mentir, pero no lo hizo.
Gracias a mi madre descubrí la mayor de las verdades de la vida con cinco años, que acaba en la muerte.
Gracias a mi madre, nunca he temido a la muerte... ¿Para qué temer lo inevitable?
¡Gracias madre! Me diste la vida y me enseñaste a amarla hasta el extremo, porque me enseñaste, sin mentiras, que siempre, siempre, acaba en la muerte.
"Finis gloriae mundi" Valdés Leal, Hospital de la Caridad (Sevilla)